Más que piedra y provocación: El poder mágico del ‘Fascinus’ romano
Caminar por las calles de una antigua ciudad romana, ya sea la petrificada Pompeya o la vibrante Valentia Edetanorum, implica a menudo tropezarse con imágenes que, a los ojos del siglo XXI, resultan chocantes. Grabado en el pavimento, esculpido en la clave de un arco o colgando de bronce en una vitrina de museo, el falo aparece con una insistencia que roza la obsesión. Para el turista moderno, la reacción oscila entre la risa nerviosa y la interpretación errónea: ¿Era Roma un imperio de pervertidos? ¿Señalaban estos símbolos el camino al lupanar más cercano?
La respuesta es un rotundo no. Lo que hoy interpretamos bajo el filtro del tabú o la pornografía, para un ciudadano del siglo I era una herramienta de supervivencia espiritual. Era el Fascinus, y no buscaba excitar, sino proteger.
La guerra contra la ‘Invidia’
Para entender el Fascinus, hay que comprender el miedo más profundo del mundo clásico: el Mal de Ojo, conocido en latín como Invidia. Los romanos creían firmemente que la mirada envidiosa de un vecino, un enemigo o incluso un desconocido tenía el poder físico de causar desgracias, enfermedades o el colapso de un negocio. La Invidia era una fuerza real y destructiva.
Aquí entra en juego el falo. Su función era apotropaica, un término griego que significa «que aleja el mal». La lógica mágica romana operaba bajo un principio curioso: el mal de ojo se sentía atraído por lo extraño, lo obsceno o lo grotesco. Al colocar un falo erecto de grandes proporciones en una puerta o una muralla, se creía que la mirada maligna del envidioso quedaba «fascinada» (atrapada) por el símbolo, se sorprendía y, por tanto, perdía su poder de dañar a las personas que habitaban el lugar. El falo actuaba como un pararrayos de la mala suerte.
Esta «magia fálica» era tan cotidiana que los niños romanos llevaban pequeños falos de oro o bronce al cuello para protegerse de las enfermedades, y los generales victoriosos colgaban el Fascinus bajo sus carros durante los desfiles triunfales para que la envidia de los dioses no les castigara por su éxito.
El secreto de l’Almoina: Un superviviente de piedra
Esta tradición supersticiosa, que inundó el Mediterráneo, tiene un testigo de excepción en el corazón de Valencia. A pocos metros de la Catedral actual, bajo el suelo que pisan diariamente miles de turistas, se encuentra el Centro Arqueológico de l’Almoina, considerado el kilómetro cero de la ciudad. Allí, entre termas y curias, se esconde una pieza que narra una historia de reciclaje cultural y supervivencia.

Si el visitante desciende a las ruinas y dirige su mirada hacia la zona del Baptisterio de la Catedral Visigoda (construido siglos después de la caída de Roma, en torno al siglo VI d.C.), encontrará un sillar de piedra caliza reutilizado. Y en él, inconfundible, un Fascinus grabado en relieve.
La ubicación es, cuanto menos, irónica. Estamos ante un símbolo pagano de virilidad y magia supersticiosa incrustado en la estructura de un edificio sagrado cristiano destinado al bautismo y la purificación del alma. ¿Cómo llegó ahí?
La explicación arqueológica reside en la práctica del spolia (expolio). Cuando la Valencia visigoda comenzó a levantar sus complejos episcopales sobre las ruinas de la urbe romana, la necesidad de materiales de construcción era imperiosa. Los sillares de los antiguos templos, foros o monumentos funerarios romanos, ya en desuso o ruinosos, se convirtieron en una cantera perfecta.
A los constructores visigodos no pareció importarles —o quizás no les molestó lo suficiente— que aquel bloque de piedra tuviera grabado un pene protector. Lo colocaron en el muro del baptisterio, integrándolo en la nueva arquitectura de la fe.
Y por la proximidad del sillar al Cardo Máximo, podría haber estado en esta vía principal, para señalar el camino seguro y dar suerte al viajero. También estaban presentes en negocios y tiendas, para atraer la prosperidad y proteger la mercancía. Unas Tabernae que también estaban cerca del actual Baptisterio.
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Un diálogo entre siglos
La presencia de este falo en l’Almoina es fascinante por la dualidad que representa. Por un lado, nos habla de la Valentia imperial, una ciudad donde sus habitantes sentían la necesidad de grabar la piedra para proteger sus murallas o sus casas de los malos espíritus. Por otro, nos muestra la pragmática transición al cristianismo, donde los viejos dioses y sus símbolos no siempre eran destruidos, sino a veces simplemente absorbidos, girados o reutilizados como meros ladrillos.

Hoy, ese falo romano descansa silencioso en el entorno del conjunto episcopal visigodo. Ya no protege contra el mal de ojo, ni cumple su función mágica original. Sin embargo, ha logrado algo que sus creadores quizás anhelaban: la inmortalidad. Ha sobrevivido a la caída del Imperio, a las invasiones, al olvido y al paso de dos milenios para recordarnos, desde el subsuelo de Valencia, que el miedo a la mala suerte y el deseo de protección son sentimientos universales y eternos.
Visitar l’Almoina y encontrar este Fascinus no es solo ver un dibujo obsceno en una piedra; es mirar a los ojos a un romano que, hace veinte siglos, cinceló la roca con la esperanza de que nada malo le pasara a su ciudad.
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