El Guerrer de Moixent: la joya del poblado íbero de la Bastida de les Alcusses
En las vitrinas del Museo de Prehistoria de Valencia, nos espera un «diminuto» jinete de bronce que cabalga con la fiereza y la fuerza de un titán.
Una figura que mide apenas 7,3 centímetros de altura, pero que con su mirada desafiante y su espada curva han conquistado a generaciones de visitantes que admiran la belleza y la delicadeza de esta pieza única. Es el Guerrer de Moixent, un icono de la cultura ibérica que evoca un mundo de guerreros, rituales y ciudades desaparecidas.
Este guerrer fue hallado en el año 1931, hace casi un siglo, en la partida de la Bastida de les Alcusses (Moixent). Una figura que es mucho más que un objeto arqueológico: es un puente entre el siglo IV-V a.C. y nuestra era. Un testimonio de cómo los íberos forjaron su identidad en las tierras de la actual Valencia.
Fue un 21 de julio de 1931, bajo el sol abrasador de la Costera, cuando Vicente Espí, un humilde obrero contratado para las excavaciones en la Bastida de les Alcusses, un oppidum ibérico enclavado en el municipio de Moixent, removió la tierra en el departamento 218 del yacimiento y sus manos tropezaron con un objeto metálico.
Lo que emergió fue esta figura de bronce fundido: un guerrero desnudo montado a lomos de un caballo erguido, blandiendo una falcata —esa espada curva tan característica de los íberos— en la mano derecha y un escudo redondo en la izquierda. Su casco, adornado con un penacho o cimera que evoca plumas o crines, le confiere un aire casi mítico, como si estuviera a punto de cargar en una batalla ritual.
Las excavaciones, dirigidas por el Servicio de Investigación Prehistórica de la Diputación de Valencia y bajo la supervisión de arqueólogos como Luis Alcacer Forner, habían comenzado años antes, en 1909, pero aquel verano de 1931 marcó un hito. El hallazgo se documentó meticulosamente en el diario de campaña, con una carta del responsable que describía la emoción colectiva: «Una pieza que ilumina el alma de los antiguos contestanos».
La Bastida de les Alcusses
La Bastida de les Alcusses no era un simple poblado; era una fortaleza estratégica, una «nueva Pompeya» ibérica que controlaba las rutas comerciales y los recursos de la comarca.
Fundada alrededor del siglo V a.C. y destruida violentamente en el 330 a.C. —posiblemente por conflictos internos o invasiones—, esta ciudad amurallada albergaba a miles de habitantes en sus cuatro hectáreas.
Los íberos de la Contestania, una de las regiones más prósperas del Levante peninsular, cultivaban cereales y frutales innovadores como el olivo y la vid, comerciaban metales, cerámicas y tejidos con fenicios, griegos y cartagineses, y desarrollaban una sociedad jerárquica donde las élites guerreras ostentaban el poder. Mujeres de alto estatus transmitían linajes y propiedades, mientras que el hierro y el bronce se trabajaban en talleres locales.
En este contexto, el Guerrer de Moixent emerge como un emblema de esa élite: no un juguete o un exvoto aislado, como se pensó inicialmente, sino que podría tratarse del remate de un báculo de mando, un símbolo de autoridad militar y ritual que quizás coronaba un cetro familiar o un estandarte en ceremonias domésticas.
El jinete eterno
El Guerrer de Moixent, de proporciones estilizadas y anatomía idealizada, cabalga un corcel con la pata delantera izquierda ligeramente levantada, en un trote que transmite movimiento. El guerrero, con torso desnudo encarna el arquetipo del héroe ibérico: valiente, pero también vulnerable en su desnudez, que podría aludir a un rito de iniciación o a la glorificación del cuerpo en batalla.
La falcata, con su hoja curva de unos 50 centímetros en la realidad, evoca las armas halladas en tumbas principescas como la de Cerro de los Santos. El escudo, circular y bosselado, protege el flanco izquierdo, mientras el penacho del casco —posiblemente de plumas de ave o crin de caballo— añade un toque de estatus, reservado a líderes.
Esta figurilla, de solo 53,58 gramos, fue elaborada mediante técnica de cera perdida, un método sofisticado que revela el dominio técnico de los artesanos íberos.
El Guerrer, protagonista del museo
Tras su descubrimiento, el Guerrero no tardó en convertirse en celebridad. Pasó más de tres décadas en las salas de la Diputación Provincial antes de recalar en 1963 en el Museo de Prehistoria de Valencia, donde hoy ocupa un lugar de honor en la sala de la Edad del Hierro.
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Su trayectoria ha estado jalonada de exposiciones que han amplificado su aura. En 2021, con motivo de los 90 años del hallazgo, el Museo organizó «Arqueología de un icono. El Guerrer de Moixent en el tiempo», una muestra monográfica en el Palau dels Boil de la Scala.
Curada por Jaime Vives-Ferrándiz Sánchez, reunió 44 piezas: desde réplicas interactivas —como un puzzle imantado para desmontar su iconicidad o un banco retroiluminado para trazar la evolución de las armas ibéricas— hasta documentos históricos y audiovisuales que recrean la vida en La Bastida. «Esta pieza no es solo bronce; es un espejo de cómo la sociedad valenciana se ha relacionado con su pasado», declaraba la directora del museo, Mª Jesús de Pedro, durante la inauguración.
El significado cultural del Guerrero trasciende lo arqueológico. Representa a los íberos en su apogeo, una civilización contemporánea a los etruscos y los primeros romanos, con un panteón de dioses guerreros como Epona —la diosa ecuestre— y rituales que fusionaban lo bélico con lo sagrado.
En La Bastida, se han excavado cientos de exvotos similares: jinetes, amazonas y estandartes que sugieren un culto a la caballería como símbolo de poder. Hoy, inspira rutas turísticas por la «Ruta de los Íberos» en Valencia, que conecta yacimientos como el de Edeta (Llíria) o el de Tossal de Manises (Sagunto), con senderos, talleres didácticos y gastronomía basada en productos antiguos como el garum o el pan de trigo emmer.
Instituciones y empresas lo adoptan como emblema: desde logotipos municipales hasta joyería contemporánea, el jinete cabalga en camisetas y pines, democratizando el patrimonio.
Pero no todo es gloria. La destrucción de La Bastida en el 330 a.C. —evidenciada por capas de ceniza y armas esparcidas— recuerda la fragilidad de aquellas sociedades. ¿Fue una revuelta interna o la llegada de celtas? El Guerrero, con su pose desafiante, parece susurrar respuestas perdidas. En un mundo actual de conflictos, su imagen nos invita a reflexionar sobre la guerra como rito y la paz como legado.
Casi un siglo después, el Guerrer de Moixent sigue galopando. Pequeño en tamaño, inmenso en historia, nos recuerda que el pasado no yace enterrado: vive en cada mirada que se posa en él. En el Museo de Prehistoria, espera a los visitantes, listo para contar su epopeya una vez más.