Un equipo de investigación del proyecto INMA (Infancia y Medio Ambiente), en el que también ha participado la profesora Marisa Rebagliato de la Unidad Predepartamental de Medicina de la Universitat Jaume I de Castelló, ha analizado cómo la tenencia de mascotas durante los primeros años de vida puede relacionarse con aspectos del bienestar emocional y conductual en la infancia. Los resultados sugieren que el tipo de animal y el momento de convivencia pueden influir de forma diferente en el desarrollo emocional de los niños y niñas.
El Proyecto INMA, coordinado por el Centro de Investigación Biomédica en Red de Epidemiología y Salud Pública (CIBERESP), es una cohorte multicéntrica española creada para estudiar los efectos ambientales (aire, agua, dieta, entorno) sobre el desarrollo infantil. El estudio se ha llevado a cabo por personal de la Fundación Fisabio, organismo dependiente de la Conselleria de Sanidad de la Generalitat Valenciana, el Centro de Investigación Biomédica en Red de Epidemiología y Salud Pública (CIBERESP), la Universitat de Valéncia (UV), la Universidad de Oviedo, la Universidad del País Vasco (EHU), la Universitat Jaume I de Castelló, el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal), centro impulsado por Fundación «la Caixa», y el IIS Biogipuzkoa.
Publicada en la revista World Journal of Pediatrics bajo el título «Impact of pet ownership in early childhood at ages 1 and 4-5 years on mental health at ages 7-8: findings from the INMA project», la investigación se basa en datos de 1.893 familias españolas procedentes de las cohortes de València, Sabadell, Asturias y Gipuzkoa.
Las mascotas, parte del entorno que contribuye al desarrollo infantil
A partir de los datos recogidos, se ha examinado la presencia de distintos tipos de animales como perros, gatos, pájaros y «otros animales» como roedores, peces o reptiles, en los hogares cuando los niños y niñas tenían 1 y 4-5 años, y ha evaluado su posible relación con problemas emocionales o «internalizantes» (como ansiedad, depresión o somatización) y conductuales o «externalizantes» (como ruptura de normas o hiperactividad) a los 7-8 años de edad.
Tras ajustar los datos por múltiples factores sociodemográficos y familiares, los análisis han revelado que la tenencia continuada de «otros animales» (como peces, tortugas o hámsteres) se ha asociado con un efecto protector frente a los problemas emocionales, mientras que tener gatos solamente a los 4-5 años ha mostrado una asociación leve con más síntomas emocionales o conductuales. No se observaron diferencias significativas para perros o pájaros, así como para la variable conjunta de tener cualquier tipo de mascota.
Más allá de las cifras
«Hay que tener en cuenta que estos hallazgos no implican necesariamente causalidad y que también hay factores no medidos, como el apego real a la mascota, el posible fallecimiento de animales (y el duelo que esto podría implicar), las condiciones del entorno de convivencia o las diferencias en la crianza, que podrían influir», explica Llúcia González, investigadora del CIBERESP en Fisabio y primera firmante del artículo.
Es decir, la relación entre tener un gato a los 4-5 años y mayor riesgo de síntomas emocionales o conductuales en la niñez intermedia es una asociación que, en palabras de los autores y autoras, «debe interpretarse con cautela». «Podrían existir sesgos por selección familiar (familias con ciertas características podrían ser más propensas a tener gatos, por ejemplo), cambios en la convivencia o en el cuidado de la mascota, o diferencias en cómo los padres perciben el comportamiento infantil» explica Marisa Estarlich, co-autora del trabajo e investigadora de Fisabio, la UV y el CIBERESP.
Por otro lado, el efecto aparentemente protector de «otros animales» (roedores, peces, reptiles, etc.) sugiere que estos animales, menos demandantes en cuanto a interacción humana, podrían favorecer una relación estable, lo que podría incrementar el bienestar psicológico infantil. «Incorporar animales de este tipo a las rutinas diarias infantiles podría contribuir a la adquisición de responsabilidades en un entorno en el que el afecto y la empatía se ponen en marcha» afirma Ainara Andiarena, investigadora del Grupo BEHRG de la EHU. Otra autora del trabajo e investigadora CIBERESP, Blanca Sarzo, explica que «de todos modos, para poder reforzar estos hallazgos, sería interesante replicar el estudio con mayor muestra y rango de edad y así poder valorar estos efectos a más largo plazo».
















