Parece que fue ayer. Sonaba el teléfono fijo, se escuchaba un «¿sí, dígame?» y, acto seguido, la voz al otro lado de la línea soltaba la frase mágica: «De parte de Seur, que no está usted en casa». Uno, que estaba físicamente en el salón, en pijama y comiendo pipas, se quedó perplejo. Era un misterio mayor que el del Triángulo de las Bermudas. El cartero, o más bien el mensajero, había realizado la hazaña metafísica de determinar tu ausencia sin haber cruzado ni una palabra contigo.
Avanzamos en el tiempo, y la tecnología ha evolucionado, pero la coreografía del reparto no. Ahora el ritual es así: recibes una notificación en el móvil que, con una precisión envidiable, te informa de que «el destinatario no estaba en el domicilio». Tú, que trabajas desde casa y no te has movido ni para tirar la basura, te asomas al portal con un hilillo de esperanza. Y allí está. El paquete, no en tu puerta, sino en la puerta de la escalera, en la entrada del edificio, expuesto a las miradas de vecinos y transeúntes. Es el «reparto express»: abrir la puerta del portal, dejar caer el paquete como si fuera un paracaidista en territorio enemigo, y huir a toda velocidad.
Lo más sangrante, lo que realmente quita la fe, es el trato vejatorio que sufren quienes deberían recibir mayor cuidado. Hablamos de personas mayores, con movilidad reducida o con alguna discapacidad. Para ellas, un viaje al portal no es una simple molestia, sino una odisea dolorosa o incluso un riesgo. Y sin embargo, es precisamente a ellos a quienes la empresa Seur, en un alarde de insensibilidad, obliga a realizar ese esfuerzo. Imaginen la escena: una persona de 80 años, quizás con un andador, bajando lentamente, peldaño a peldaño, las frías escaleras de un portal porque el repartidor, desde su cómoda furgoneta, ha decidido que el «intento de entrega» consiste en dejar una nota en la puerta. Es el colmo del sinsentido: la empresa que debería «servir» a domicilio, sirviéndose de la fragilidad ajena. Un sistema que, lejos de proteger a los más vulnerables, los penaliza activamente.
Y mientras tanto, en un plano paralelo de la realidad, el Ministerio de Consumo ultima los detalles de la Agenda 2030. Se trazan grandes estrategias, se diseñan directivas europeas, se piensa en la economía circular, en la sostenibilidad y en los derechos del consumidor del futuro. Todo muy loable, sin duda. Es reconfortante saber que nuestros líderes tienen la mirada puesta en un horizonte lejano y próspero.
Mientras, en el plano terrenal, el consumidor de hoy, el de 2024, se pregunta si alguna vez volverá a ver a un repartidor face to face. Mientras se debaten los grandes principios del mañana, aquí abajo seguimos jugando al escondite con nuestros paquetes y obligando a nuestros mayores a hacer equilibrismos. Es una metáfora perfecta de nuestro tiempo: soñamos con coches voladores y colonias en Marte, pero somos incapaces de que un paquete suba tres pisos para aliviar a quien más lo necesita.
Quizás la solución esté en incluir un objetivo específico en la Agenda 2030: «Meta 12.b: Garantizar que, para el año 2030, al menos el 95% de los repartidores lleven los paquetes hasta la puerta del domicilio, priorizando a ancianos y personas con discapacidad, fomentando así una sociedad más decente y reduciendo el índice de indignación ciudadana».
Mientras llega ese día glorioso, seguiremos recibiendo notificaciones de «intento de entrega fallido» desde el sofá de casa, y lo que es peor, veremos cómo nuestros mayores se juegan la integridad física por un sistema de reparto que ha olvidado su propio nombre. El futuro es hoy, pero la empatía, al parecer, sigue en el almacén.