La crónica de la impunidad: Valencia, ciudad cautiva de las pintadas contra el patrimonio
El corazón monumental de Valencia late bajo la sombra del aerosol. El asalto sistemático al patrimonio histórico de la capital del Turia ha dejado de ser un problema estético para convertirse en una herida abierta que evidencia la inacción crónica y la ausencia de una estrategia institucional decidida.
La muralla andalusí de la calle Salinas, el Portal de la Valldigna y el Pont dels Serrans no son víctimas aisladas; son la muestra flagrante de una ciudad que, pese a su riqueza histórica, ha permitido que sus Bienes de Interés Cultural (BIC) y Bienes de Relevancia Local (BRL) se conviertan en objetos de unos delitos que quedan impunes.
Las imágenes que atestiguan estas agresiones –pintadas de contenido anarquista y consignas antisistema como «NI FIES NI DISPERSIÓN» o «la cárcel no reinserta destruye a las personas» sobre muros milenarios– confirman que los grafiteros actúan con una sensación de total seguridad. Esta osadía no es casual: es la consecuencia directa de una parálisis administrativa que ha neutralizado la capacidad disuasoria de la Ley.
La gran mentira de las cifras: cero sanciones y más de 250 ataques reales
El primer y más grave síntoma de esta negligencia se encuentra en las estadísticas oficiales. Mientras que informes internos de asociaciones de conservación cifran las agresiones al patrimonio en la capital por encima de los 250 ataques anuales, las cifras de la administración municipal revelan una gestión inexistente. El contraste es hiriente:
2021: 14 expedientes sancionadores abiertos.
2022: Cero sanciones impuestas.
2025: ¿?
El salto de catorce a cero no se debe a una reducción del vandalismo, sino a la desaparición de la persecución del delito. Esta rendición administrativa se produce a pesar de las cuantiosas inversiones realizadas con el dinero público.
Se destinaron más de 120.000 euros a la instalación de cámaras de vigilancia en puntos estratégicos de la ciudad Sin embargo, si estos sistemas no se integran en un protocolo operativo que permita a la Policía Local identificar, denunciar y remitir el caso a la justicia, la costosa tecnología se convierte en un simple decorado.
La justificación política, en ocasiones, ha bordeado la ofensa al patrimonio, sugiriendo que la ciudadanía debía «acostumbrarse» a esta degradación, tal cual declaró en su día el ex alcalde Joan Ribó. Esta postura, que disfraza la inacción de modernidad, no sólo alienta a los vándalos, sino que socava el principio de tutela que las administraciones deben ejercer sobre el legado histórico.

El laberinto legal: de delito grave a falta archivada
La legislación española es severa. El Artículo 323 del Código Penal califica el daño a bienes de valor histórico-artístico como un delito que puede acarrear penas de prisión de seis meses a tres años. Además, la Ley de Patrimonio Cultural valenciana prevé multas administrativas de hasta un millón de euros para infracciones muy graves.
https://noticiasciudadanas.com/detenidos-por-pintadas-en-el-micalet/
Sin embargo, en Valencia, el camino entre la comisión del delito y la condena se ha convertido en un laberinto burocrático y policial. Para que se aplique la ley penal, es imprescindible que la administración pública –o un particular– ejerza la acusación y aporte pruebas contundentes.
Aquí es donde reside el problema estructural señalado: la ausencia de un grupo específico y profesionalizado dentro de la Policía Local dedicado exclusivamente a la delincuencia patrimonial. La falta de esta unidad especializada implica:
Dificultad en la recogida de pruebas: Los agentes de policía de barrio, sin formación ni tiempo específicos, suelen limitarse a registrar el «deslucimiento» sin documentar el daño de manera pericial para probar la gravedad del delito.
Imposibilidad de identificación y seguimiento: No existe un mapeo de tags ni un seguimiento de los grafiteros reincidentes, lo que permite a los delincuentes actuar de manera reiterada sin consecuencias.
Bajo índice de denuncia: Muchos de estos delitos contra el patrimonio no llegan a ser denunciados de oficio por el Ayuntamiento, o las denuncias se presentan de manera incompleta, lo que lleva al archivo de los casos por la Fiscalía.
El resultado es que un delito penal potencialmente grave acaba siendo tratado, en el mejor de los casos, como una falta administrativa menor, o simplemente, queda en el limbo de la impunidad. El reciente caso de una condena leve por daños en un BIC –una multa de 1.080 euros por un delito de daños imprudentes, sin prisión–, contrasta con la gravedad tipificada en el Código Penal y demuestra la ligereza con la que se están resolviendo estos ataques.
La doctrina del supremo: El «deslucimiento» es delito
Las pintadas con mensajes como «FUEGO AL TALEGO» o «ATERRA ELS MURS», que hoy desfiguran sillares con siglos de historia, no son toleradas en otras capitales monumentales. Allí donde la capital ofrece «cero sanciones», otras ciudades y tribunales responden con multas millonarias y penas de prisión.
La excusa habitual de que «limpiar una pintada es fácil» y por tanto no merece castigo penal, ha quedado invalidada por la justicia. En una sentencia histórica de 2022, el Tribunal Supremo condenó a cinco meses de prisión y al pago de la restauración a un grafitero que atentó contra la escultura Lugar de Encuentros II de Eduardo Chillida en Madrid.
La magistrada Carmen Lamela fue contundente en su fallo, sentando jurisprudencia: el daño a un bien histórico-artístico constituye un delito del artículo 323 del Código Penal, independientemente del coste de la limpieza, siempre que el desmerecimiento del bien tenga cierta entidad. El Alto Tribunal aclaró que agredir el patrimonio no es una «gamberrada» administrativa, sino un ataque a la identidad cultural que merece cárcel.
Mientras el Supremo endurece el tono, el Ayuntamiento de Valencia camina en dirección contraria, ignorando esta herramienta legal que permitiría llevar a los autores de las pintadas del Portal de la Valldigna ante un juez de lo penal.
La comparativa de la vergüenza: Santiago y Madrid vs. Valencia
La inacción valenciana resulta aún más sangrante al mirar hacia el norte.
Santiago de Compostela (Modelo de Tolerancia Cero): Cuando una de las figuras de la Puerta de Platerías de la Catedral apareció con una pintada imitando al grupo Kiss, la reacción fue inmediata. La Policía revisó cámaras, solicitó colaboración ciudadana y las autoridades anunciaron multas amparadas en la Ley de Patrimonio de Galicia que oscilan entre los 6.000 y los 150.000 euros. No hubo debate sobre «acostumbrarse» a las pintadas; hubo persecución del infractor.
Madrid (Persecución Especializada): La capital cuenta con la Sección de Protección del Patrimonio Urbano (SEPROPUR) dentro de su Policía Municipal, una unidad que ha logrado sentencias condenatorias pioneras. En Valencia, por el contrario, no existe un grupo específico dentro de la Policía Local (PLV) para estos delitos.
El resultado de esta disparidad es numérico y aterrador. Frente a la actividad judicial de otras plazas, nuestra ciudad cerró el año 2022 con cero sanciones impuestas por pintadas en patrimonio, a pesar de que los colectivos conservacionistas denuncian más de 250 ataques anuales.
Inversiones fantasma y cámaras ciegas
El fracaso en Valencia no es por falta de dinero, sino de gestión. Las arcas públicas desembolsaron más de 120.000 euros en sistemas de videovigilancia para monumentos como la Lonja o el Portal dels Serrans, entre otros. Sin embargo, estas cámaras operan en un vacío procedimental.
Sin una unidad policial que monitorice, investigue de oficio y tramite las denuncias con la solvencia técnica que exige un juzgado, las grabaciones son inútiles. Los agentes de barrio, desbordados y sin formación pericial en patrimonio, no pueden instruir diligencias complejas que demuestren el «daño de entidad» que exige el Supremo. Así, estas pintadas delictivas se perpetúan: el delincuente sabe que aquí no hay nadie al otro lado de la cámara.
Conclusión: el coste de la pasividad
Valencia se enfrenta a un dilema moral y económico. Cada intervención de limpieza y restauración en la Muralla Andalusí o el Portal de la Valldigna requiere procedimientos caros y delicados, con costes que se pagan con el erario público, mientras el infractor sigue libre.
La solución no pasa por más cámaras sin seguimiento, sino por una voluntad política firme que se traduzca en hechos concretos:
Creación inmediata de la Unidad de Policía de Patrimonio: Un grupo especializado, dentro de la Policía Local, con formación en la Ley de Patrimonio y la capacidad de actuar como policía judicial en la investigación de estos delitos.
Protocolo de denuncia de oficio: Establecimiento de un mecanismo automático para que cada agresión a un BIC o BRL sea denunciada de forma rigurosa y penal por el Ayuntamiento.
Políticas preventivas comunitarias: Campañas de concienciación, reales y efectivas, y colaboración ciudadana para valorizar el patrimonio y facilitar la identificación de los infractores.
Mientras el Ayuntamiento de Valencia no rompa con la dinámica de la pasividad y no dote a sus cuerpos de seguridad de las herramientas necesarias para perseguir a los delincuentes patrimoniales, el legado histórico de la ciudad seguirá siendo un objetivo fácil, y la sensación de impunidad continuará siendo el grafiti más dañino de todos.


















