La Valencia que late · “El Raval que aún no despierta”
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El aire del Raval huele a humedad y resignación. Las fachadas, cubiertas de polvo y moho, parecen haber olvidado el color. En cada esquina, el eco del agua que arrasó las calles hace un año sigue resonando como una promesa incumplida. Aquí, donde antes sonaban risas de niños y persianas de tiendas levantándose al amanecer, ahora solo se escucha el zumbido del viento que pasa sin mirar atrás.


Una anciana empuja su carro de la compra por un suelo resquebrajado. “Yo tengo la pierna fatal, casi no puedo andar, pero aquí no hay nada”, dice con un hilo de voz que mezcla cansancio y dignidad. Los comercios que daban vida al barrio siguen cerrados. Las persianas, torcidas y oxidadas, son cicatrices metálicas en el cuerpo de una comunidad olvidada.
Dentro de lo que fue la guardería del barrio, el silencio duele. El barro seco cubre las paredes como una segunda piel. Las sillas pequeñas y los juguetes rotos parecen mirar al vacío, esperando que algún día vuelvan los pasos diminutos que daban sentido a aquel lugar. “El ayuntamiento empezó un proyecto de reconstrucción, pero ya ha pasado un año y no se ha hecho nada”, lamenta un vecino.
En el parque, los columpios oxidados se mecen solos, entre la maleza y los escombros. Aun así, los niños siguen viniendo, con la obstinación de quien no entiende la palabra abandono. “Esto da pena, pero vienen porque no tienen otro sitio”, dice una madre que observa desde su puerta. Habla con rabia, pero también con esa ternura que solo nace del amor por un lugar que se resiste a morir.
El Raval late, aunque su corazón esté cubierto de barro. Late en cada mirada que aún espera, en cada vecino que barre su acera aunque la lluvia vuelva a ensuciarla, en cada palabra que reclama dignidad sin gritar. Porque la DANA no solo arrasó las casas: se llevó la calma, la rutina, la fe en que lo público también puede abrazar a los que menos tienen.
En los barrios donde el agua se fue, la vida ha vuelto. Pero aquí, en el Raval, la vida todavía chapotea entre recuerdos y promesas rotas.
Y sin embargo, hay algo que no ha podido llevarse ninguna tormenta: la capacidad de resistir.
Porque incluso entre ruinas, Valencia late —aunque a veces lo haga en silencio, como un suspiro que se niega a apagarse.
















