La sabiduría popular marinera nos dejó una imagen poderosa: cuando las ratas abandonan el barco, el naufragio es inminente. Pero en el pantano de la política española, este fenómeno ha mutado en algo aún más obsceno. No se trata ya de simples roedores que huyen instintivamente, sino de una casta de oportunistas con corbata que, cuando perciben el más mínimo cambio en el viento político, empiezan a actualizar sus currículos y a hacer llamadas discretas a sus contactos.
Valentín Almansa representa perfectamente este perfil. Desde su cómodo despacho en la AICA, este funcionario se convirtió en azote de los campos españoles, alcanzando la cumbre del ridículo cuando culpó a los agricultores de no estar las 24 horas del día «chafando el campo». Su lógica, digna de un manual de cómo alienar a un sector entero, ignoraba varios detalles fundamentales: que los agricultores ya trabajan de sol a sol (y a menudo más), que las normativas de su propia administración les atan las manos, y que mientras él cobraba un sueldo fijo, ellos arriesgaban su patrimonio y su salud. Lo más irónico es que este paladín del control exhaustivo nunca se manchó las manos de tierra, pero ahora, con el cambio de aires políticos, probablemente esté buscando algún puesto cómodo en Bruselas o en una patronal agrícola, donde podrá seguir dando lecciones sin pisar un campo.
Fernando Miranda «El Meteoro de la FAO» completa este cuadro de despropósitos. Su trayectoria es el arquetipo del fracaso premiado: como Secretario General de Agricultura dejó una estela de descontento campesino y políticas desconectadas de la realidad; como representante en la FAO batió récords al ser despedido en menos de un año; y ahora, como consejero en Italia, completa el ciclo vital del trepa: fracasar en casa, ser expulsado fuera y recolocarse en otro sitio. Lo más indignante no es su incompetencia, sino el mecanismo de protección automática que activan estos personajes: por cada error cometido aquí, les llueve un puesto mejor en el extranjero.
Estos casos no son excepciones, sino síntomas de un sistema político podrido. La carrera del «rata política» sigue siempre los mismos pasos: llegada con fanfarria y grandes promesas, gestión nefasta desde el despacho, crisis previsible cuando el sector afectado estalla en protestas, huida estratégica justo antes del colapso, y recompensa final gracias al enchufismo que les coloca en un puesto mejor pagado.
Mientras esta fauna política juega al musical de las sillas, los verdaderos capitanes son otros: los agricultores que sacan cosechas adelante pese a la burocracia, los ganaderos que resisten importaciones desleales, los pescadores que cumplen normativas absurdas mientras ven sus caladeros esquilmados. Estos sí que no pueden huir. Estos se juegan el pan de cada día, no un simple cambio de destino laboral.
El problema de fondo no son Almansa, Miranda o cualquier otro nombre que podamos poner. El problema es el sistema corrompido que premia el fracaso, que protege a los incompetentes y que castiga a los que de verdad producen riqueza. Mientras no cortemos el cordón umbilical entre la política y las puertas giratorias, seguiremos viendo este espectáculo bochornoso: los mismos que hunden un sector, premiados con nuevos cargos; los mismos que deberían rendir cuentas, escapando hacia delante.
El enchufismo en política es la degradación de la profesionalidad, manejado por títeres políticos que solo buscan su medro personal.
La pregunta que queda en el aire es: ¿Cuántos naufragios más necesitamos para aprender la lección?