Hace poco más de una década, Ciudadanos irrumpió en el panorama político español con la fuerza de un vendaval. Nacido en Cataluña como respuesta a las tensiones territoriales y al auge del independentismo, este partido prometía ser un faro de regeneración democrática. Desde la periferia, Ciudadanos se propuso transformar España, apelando a una ciudadanía desencantada con los vicios de la política tradicional. Su mensaje de centro político, basado en la moderación, la cordura y la búsqueda de consensos, logró encender una chispa de ilusión en amplios sectores de la sociedad. Para muchos, representaba un soplo de aire fresco, un intento de superar las trincheras ideológicas que dividían al país.
El carisma de su líder, Albert Rivera, y su audaz campaña —que incluyó la icónica imagen de un cartel electoral con él desnudo, simbolizando transparencia y valentía— alimentaron la esperanza de que era posible hacer política de manera diferente. Ciudadanos se presentó como un puente entre los dos grandes partidos históricos de la transición democrática, el PSOE y el PP, que parecían atrapados en un ciclo de confrontación y desgaste. La promesa era ambiciosa: unir a los españoles en torno a valores compartidos, promoviendo una modernización del país sin caer en los extremismos que empezaban a asomar en el horizonte.
Sin embargo, lo que parecía un proyecto sólido y esperanzador se desmoronó con una rapidez sorprendente. Las razones de su declive son complejas y merecen un análisis profundo por parte de politólogos e historiadores. Decisiones estratégicas cuestionables, como alianzas controvertidas o un viraje ideológico que desdibujó su identidad centrista, erosionaron la confianza de sus votantes. La incapacidad de adaptarse a un escenario político cada vez más polarizado y la competencia de nuevas fuerzas emergentes terminaron por relegar a Ciudadanos al olvido. Lo que una vez fue un movimiento vibrante, capaz de llenar plazas y titulares, se desvaneció como un castillo de naipes.
Los restos de Ciudadanos Comunitat Valenciana en el rastro de Valencia
Este domingo, en un puesto del Rastro del Cap i Casal, los restos de aquella efervescencia política eran poco más que reliquias nostálgicas. Carteles desvaídos de Ciudadanos, con sus colores naranja ya desgastados por el tiempo, se vendían por cinco euros a curiosos, coleccionistas y románticos que aún guardan un recuerdo agridulce de lo que pudo haber sido. Este espectáculo, casi melancólico, es un recordatorio de la fugacidad del éxito político. En un país donde la confusión parece haberse instalado como norma, y donde el futuro se antoja más incierto que nunca, esos carteles son una lección para los políticos que se creen inmunes al paso del tiempo.
Todo fluye, todo pasa. Las promesas vacías, las ilusiones mal gestionadas y hasta los engaños políticos tienen fecha de caducidad. Los restos de Ciudadanos en un mercadillo no son solo un epitafio para un partido, sino una advertencia para quienes olvidan que la política, en su esencia, debe servir a los ciudadanos y no a las ambiciones de quienes la ejercen. En un mundo que cambia a velocidad vertiginosa, la humildad y la autenticidad son las únicas brújulas fiables para quienes aspiran a construir un legado duradero.
Hoy los cuadros que decoraban la flamante y grande sede de Ciudadanos en la calle San Vicente del Cap i Casal se pueden encontrar de saldo en el rastro de Valencia, sintomático de cómo está actualmente el partido que estaba llamado a ser el contrapeso de los dos grandes bloques y que decepcionó a todos y ha acabado en la inopia absoluta, dejando a miles de ciudadanos huérfanos de un proyecto de centro, moderado y de carácter liberal.