¡Ah, las Fallas! Esa fiesta donde Valencia arde, literalmente y figuradamente. Resulta que el otro día estaba charlando con Roberto, un valenciano. Pero no de la Malvarrosa ni de Mislata, sino de Valencia… de Venezuela. Y me suelta, así como quien no quiere la cosa:
—Oye, ¿tú eres fallero?
A lo que respondí con ese orgullo que nos brota entre alma y mascletà:
—Pues claro, home!
Pero el tipo me deja pensando. Porque la siguiente pregunta fue casi un petardazo emocional:
—¿Y han cambiado las Fallas?
Mira, yo me quedé mirándolo como si me hubiera preguntado si la pólvora quema. Porque vamos a ver:
—¿Cambiar? Las Fallas cambian cada año, Roberto, ¡faltaría más! Cambian los monumentos, cambian los ninots, cambian los políticos que se llevan la crítica del año… ¡Hasta cambia el precio de la cerveza en el casal! (Spoiler: siempre sube).
Pero no, el hombre no iba por ahí. Ni por la mascletà, ni por la ofrenda a la Geperudeta, ni por el olor a churro revenido en la esquina. Su reflexión iba más profunda, más al meollo, a lo que no se quema el día 19 por la noche: la gente.
Me contó que tiene varios amigos, también “valencianos” de la otra orilla, que llevan más de diez años viviendo aquí, en la terreta. Y que estos, al llegar, flipaban con las Fallas. Que si paellas populares, que si buñuelos con chocolate que te dejaban el bigote como un Picasso moderno, que si verbenas hasta las mil, que si la despertà a cohetazo limpio con los nanos y los yayos en pijama…
Un ambientazo, vamos.
Pero ahora, según él, la cosa es distinta. Ahora te encuentras con casales blindados que parecen bunkers nucleares. Carpas que son más exclusivas que el reservado de un after de Ibiza. Y si no llevas el carnet de fallero, con foto actualizada y número de serie, lo único que te toca es la barra exterior, esa donde pagas cinco euros por una caña y encima te dicen que es «para la falla».
—Ah, pero… ¿no era para el Ferrari del presidente?
Claro, los monumentos siguen siendo bonitos, aunque sinceramente, si no eres del mundillo o un experto en política local, los ninots de algunos te suenan menos que un regidor de Burundi. Que si uno vestido de chorizo, otro con una banda cruzada que pone «alcalde», y tú pensando: «¿Y este quién es? ¿El de antes, el de ahora o el de después?».
Total, como dice Roberto: «Vista una, vistas todas».
Y ahí es cuando te das cuenta de que, quizás, sí que han cambiado las Fallas. Porque yo recuerdo aquellas Fallas de comboy, de vecindario en la calle, de almuerzos en la plaza con olor a sardina y a pólvora mezclada con pacharán barato. Recuerdo las despertàs en que el del tercero bajaba en zapatillas a tirar trons de bac, y si no ibas, el presidente de la falla te llamaba al telefonillo:
—¡Que bajés, home! ¿Qué somos, falleros o muebles del Ikea?
Ahora parece que si no eres de la comisión, eres de segunda división. Que si no pagas cuota, ni te miran. Y claro, el ambiente se ha vuelto más de «sólo para socios».
Antes, la fiesta era del barrio. Ahora, es del grupo de WhatsApp de la comisión.
Antes, la carpa era para resguardarse de la lluvia y seguir la fiesta. Ahora es para que no entre el de fuera y se coma tus cacahuetes.
Así que sí, Roberto, han cambiado las Fallas.
Han cambiado tanto que algunos siguen creyendo que las Fallas son los monumentos y la pólvora, y se olvidan de que las Fallas, las de verdad, son la gente. Esa que antes te invitaba a un vasito de mistela sin preguntar de qué falla eras. Esa que ahora… pues mira, si quieres mistela, te la compras.
Pero bueno, siempre nos quedarán las verbenas exteriores, donde al menos puedes bailar una bachata mientras te preguntas en qué momento la fiesta dejó de ser de todos y pasó a ser de los que tienen la llave del casal.
Aunque, eso sí: la mascletà sigue tronando, la ofrenda sigue emocionando y la cremà… bueno, la cremà siempre será la purga que necesitamos para, tal vez, el año que viene… empezar de cero.