La lengua española es la llave de comunicación de tantos países que gracias a ella he podido visitar como artista una gran cantidad de lugares y siempre me he sentido como en casa. Esta sensación de vivir en una vivienda grande donde vas descubriendo habitaciones en la que no te sientes extraño es muy gratificante. Viajar por los distintos países de América y poder entenderse con las personas gracias a un idioma común es una experiencia profundamente enriquecedora. Es como llevar en la mochila una llave maestra que abre puertas en cada ciudad, en cada pueblo, en cada mirada. El español —con sus acentos, giros, palabras propias y maneras únicas de expresarse— se convierte en un puente invisible pero sólido que une corazones de un extremo al otro del continente.
Desde el calor caribeño de La Habana hasta la elegancia sureña de Buenos Aires, pasando por los colores vibrantes de Ciudad de México, los Andes majestuosos de Quito o las llanuras infinitas de Montevideo, hay algo profundamente reconfortante en saber que, aunque las costumbres cambien y los paisajes varíen, hay palabras que nos son comunes. Decir “gracias”, “hermano”, “buenos días” o “¿cómo estás?” y ver cómo el rostro del otro se ilumina, no por la perfección del acento, sino por la cercanía del entendimiento, es un regalo diario.
El idioma compartido no borra las diferencias, sino que las celebra. Escuchar cómo cada país le da su música al lenguaje, cómo inventa expresiones, cómo transforma los silencios en complicidad, hace que cada conversación sea un pequeño descubrimiento. Es hermoso comprobar que, pese a las fronteras, nos entendemos. Que una canción que aprendiste en la infancia suena en la radio de otra ciudad lejana. Que un poema escrito en el altiplano resuena en el corazón de alguien en el Caribe.
Viajar así no es solo moverse por el espacio, es también moverse por el alma de una lengua viva, generosa, que nos une sin exigirnos uniformidad. Un idioma compartido en América no es una coincidencia: es una forma de reconocernos, de darnos la mano sin tener que traducirnos, de sabernos parte de algo más grande. Una comunidad tejida con palabras, acentos y sueños que cruzan montañas, selvas, desiertos y océanos. Y eso, sencillamente, es hermoso.
Es realmente llamativo que, a pesar de la extraordinaria realidad de compartir un idioma que une a millones de personas a lo largo del continente americano, no exista una constatación simbólica que lo represente de forma clara, visible y poderosa. No hay una bandera, un emblema o un ícono que sintetice esa comunidad lingüística que, sin embargo, se manifiesta a diario en la conversación, en la literatura, en el humor y en la vida cotidiana de pueblos que muchas veces se sienten distantes entre sí, pero que se entienden con solo hablar.
La lengua española ha logrado algo extraordinario: tender puentes naturales entre personas de culturas distintas, pero no ha sabido o no ha querido dotarse de un símbolo que refleje esa unidad. A diferencia de otras formas de identidad —como la europea, que sí cuenta con una bandera, un himno y hasta una jornada común—, los hablantes de español aún no tienen un emblema que diga: “esto somos”, “esto compartimos”. Y sin símbolo no hay celebración plena, ni orgullo visible, ni pertenencia afirmada.
Recuerdo que hace años, observando otra carencia simbólica, me percaté de que las personas con discapacidad tampoco teníamos un símbolo común a nivel global. No había una bandera que nos identificara, que nos hiciera visibles, que nos uniera más allá de los diagnósticos, las condiciones y las luchas particulares. Por eso ideé una bandera que llevé a la ONU en 2017, y que desde entonces he presentado en diversos países con la ilusión de que, quienes pertenecemos a este colectivo, podamos reconocernos, entendernos mejor y hacernos ver con más fuerza y dignidad.
Esa experiencia me confirmó la importancia de los símbolos: no resuelven los problemas materiales, pero dan identidad, generan orgullo, movilizan afectos, construyen comunidad. Por eso pienso que los pueblos hispanohablantes de América merecen también ese gesto: una bandera, un ícono, un símbolo que no borre las diferencias, pero que exprese la belleza de lo que compartimos. Porque cuando algo tan poderoso como una lengua no se traduce en un signo visible, se corre el riesgo de que su fuerza se diluya en la rutina.
Así como luchamos por que las personas con discapacidad sean vistas y escuchadas, también deberíamos trabajar por visibilizar esta hermandad hispanoamericana que ya existe, pero aún no tiene una imagen. Tal vez sea tiempo de inventarla.
Pero no es necesario inventarlo. En nuestro acervo común ya existe ese símbolo, como esas cosas antiguas y valiosas que a veces olvidamos en el fondo de un arcón familiar. Me refiero a la llamada Cruz de Borgoña, que yo —como algunos estudiosos han propuesto— prefiero llamar con mayor justicia la Cruz de Hispania.
¿Por qué este cambio de nombre? Porque aunque su origen heráldico esté ligado a la Casa de Borgoña, su historia va mucho más allá. Fue la bandera de la Monarquía Hispánica durante siglos, y ondeó en ciudades, fortalezas, barcos y caminos de toda América. No fue solo un símbolo militar o político: fue el emblema de una civilización compartida que abarcó continentes y que, con todas sus luces y sombras, dio origen a la realidad cultural que hoy vivimos.
Bajo esa cruz se fundaron ciudades, se escribieron leyes, se construyeron universidades, se mezclaron lenguas y pueblos. Fue el símbolo de una empresa humana colosal, mestiza, profundamente transformadora. No podemos reducirla a una anécdota dinástica. La Cruz de Hispania representa el nacimiento de lo hispanoamericano: una identidad que no es europea, ni indígena, ni africana, sino todo eso a la vez. Una identidad compleja, mestiza, viva.
Gracias a investigadores como Patricio Lons, Marcelo Gullo o Carlos Zuzunegui, he comprendido que esta cruz, lejos de ser un residuo del pasado, puede ser un puente hacia el futuro. No para imponer uniformidad, sino para celebrar una unidad que ya existe, pero que aún no tiene rostro visible. No para borrar lo que nos hace diferentes, sino para recordar lo que nos hermana.
Así como creé una bandera para que las personas con discapacidad pudiéramos reconocernos, también creo que es hora de rescatar esta cruz como un símbolo de la comunidad hispanoamericana. No para mirar atrás con nostalgia imperial, sino para mirar adelante con conciencia histórica, con gratitud y con esperanza. La Cruz de Hispania puede ayudarnos a recordar que, aunque tengamos muchas patrias, compartimos una raíz.
El martes 6 de mayo de 2025 tuve el privilegio de ser recibido en audiencia por Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española. No fue un encuentro casual ni protocolario: acudí con un propósito muy concreto. Quería presentar una propuesta simbólica que, aunque inusual, considero profundamente necesaria para los pueblos hispanohablantes.
Me dirigí a la Real Academia porque, en realidad, es la única entidad que nos une a todos los que compartimos el idioma español, junto con la Asociación de Academias de la Lengua Española. No existe otra institución común entre los países hispánicos con ese peso cultural, histórico y simbólico. Por eso, entendí que era el único lugar posible desde donde lanzar una idea como la que llevaba conmigo: que la comunidad hispanohablante recupere y adopte un símbolo visible, con fuerza histórica y sentido cultural, que la represente en su conjunto.
La propuesta que presenté fue sencilla pero, a la vez, poco habitual: rescatar como emblema de nuestra comunidad cultural la llamada Cruz de Borgoña, un símbolo profundamente ligado a nuestra historia compartida. Sin embargo, sostengo que el nombre más justo para ella es la Cruz de Hispania. Porque no se trata solo de una herencia europea ni de un vestigio de una casa nobiliaria; se trata del símbolo bajo el cual, durante siglos, se fundaron ciudades, universidades, caminos y culturas que hoy componen el mundo hispanoamericano.
Además de explicarlo oralmente, dejé constancia escrita de la propuesta. Quise que quedara un documento, un registro formal que permitiera que, más allá de las palabras, la idea quedara planteada con claridad y fundamento. Sabía que era una propuesta atípica. Un símbolo cultural no se adopta por decreto ni por capricho; tiene que resonar en la conciencia colectiva, y eso lleva tiempo. Pero todo empieza con un gesto, con una siembra.
La respuesta que recibí fue breve pero precisa: “Tenemos la información y se valorará”. Fue suficiente. Porque sé que las ideas, cuando están cargadas de sentido, encuentran su camino. La Cruz de Hispania no es una invención mía ni una bandera ideológica: es un vestigio de nuestra historia común, un emblema que ya nos unió y que tal vez, si lo recuperamos con madurez y visión, pueda volver a hacerlo. No se trata de nostalgia, sino de dar forma visible a una realidad que ya existe: una comunidad cultural con una lengua, una memoria y un horizonte compartidos.
Si queremos fortalecer lo que somos, primero tenemos que vernos. Y para vernos, necesitamos símbolos que nos representen. Esta cruz podría ser uno de ellos.
Mi mayor satisfacción en este camino ha sido la rápida y entusiasta reacción del profesor Patricio Lons cuando recibió la propuesta. En su respuesta noté algo muy valioso: había captado la esencia de la idea al instante, sin necesidad de demasiadas explicaciones. Comprendió que no se trata de reemplazar nada ni de imponer símbolos, sino de dar forma visible, desde el respeto y la historia, a una comunidad cultural que ya existe.
Actualmente, esa bandera —la Cruz de Hispania— ya se está usando en algunos ámbitos desde la buena intención, como signo de hispanidad, de identidad compartida. Pero ahora tenemos una oportunidad mayor: hacer que ese uso tenga respaldo institucional, que cuente con el aval de la legalidad y la legitimidad cultural, sin entrar en conflicto con ninguna bandera estatal ni menoscabar la soberanía de nadie.
Se trata simplemente de dar un paso adelante: pasar de lo simbólico espontáneo a lo simbólico reconocido, sin que eso excluya, divida o imponga. Al contrario, sería un gesto de cohesión y madurez histórica.
Ojalá este paso, humilde pero cargado de sentido, sirva para que nos entendamos y convivamos mejor todos los hispanos. No con uniformidad forzada, sino con la conciencia de una raíz compartida que nos enriquece a todos.
Un símbolo no cambia el mundo por sí solo, pero puede ayudarnos a vernos reflejados, reconocernos en el otro y caminar con mayor claridad hacia un futuro común.
Si algo tan sencillo como una bandera puede recordarnos que hablamos la misma lengua y que tenemos una historia entrelazada, entonces merece la pena intentarlo.