Vecinos, activistas y políticos denuncian la turistificación del Cabanyal, con cifras, acusaciones cruzadas y una dosis de impotencia institucional de regalo
En el tejido urbano de Valencia, donde el mar toca la arena y las fachadas modernistas se caen a pedazos o se venden al mejor postor, el barrio del Cabanyal-Canyamelar vuelve a ser escenario de una de esas batallas tan nuestras: el derecho a vivir frente al derecho a especular. Esta vez, la escena la protagoniza el ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy —que ha decidido hacer de guía turístico de la indignación social— y la incansable portavoz de Compromís en el Ayuntamiento, Papi Robles, que ya ha perdido la cuenta de las veces que ha señalado a la alcaldesa Catalá como responsable del descontrol.
Y sí, has leído bien: se habla de invasión. No de orcos, sino de turistas. No de una horda medieval, sino de apartamentos ilegales, portales con códigos digitales y vecinos que, entre reserva y reserva, van siendo desalojados de sus propias vidas.
Bienvenidos al Cabanyal, versión Airbnb.
¿Cuántos son, dónde están y por qué siguen creciendo?
La matemática de la expulsión silenciosa
Las cifras, como siempre, son el comodín preferido de los titulares, pero también el grito desesperado de las asociaciones vecinales: 554 apartamentos turísticos en 2023. En 2024, ya van 729. Una subida del 31,5% en un año. ¿Alguien ha dicho control institucional? Porque aquí lo que hay es una autopista sin peaje para plataformas como Airbnb, Vrbo y toda su tropa de inversores anónimos.
Según el INE (que, al parecer, sigue teniendo algo de credibilidad), estos pisos ya representan casi el 7% del parque total del Cabanyal. Y si nos fiamos de la Associació de Veïns Cabanyal-Canyamelar, esa cifra es solo la punta de un iceberg turístico que se esconde tras las cortinas de registro legal.
Porque claro, una cosa es lo que se registra, y otra lo que se alquila en la práctica. En toda València, se habla de 6.085 apartamentos turísticos con algún tipo de reconocimiento institucional, mientras que en internet hay más de 10.600 listados activos. ¿Qué está haciendo la Generalitat? ¿Y el Ayuntamiento? Según los vecinos, poco más que mirar hacia otro lado mientras el booking se hace solo.
“Esto no es un resort, es nuestro barrio”
Tensión vecinal, amenazas y reuniones fantasma
Daniel Adell, presidente de la asociación vecinal, no se anda con rodeos. En sus palabras no hay lugar para la metáfora ni para el maquillaje: “Nos están echando”. Según él, han comunicado 350 casos de apartamentos ilegales al Ayuntamiento. ¿El resultado? Cero respuestas útiles, cero soluciones prácticas y, para colmo, amenazas. Sí, amenazas. Porque señalar lo ilegal en Valencia parece molestar más que cometerlo.
Y mientras en algunos edificios del Cabanyal la convivencia se rompe a golpe de fiesta improvisada y check-in automático, las juntas de propietarios se convierten en campos de batalla. Propietarios de toda la vida contra fondos de inversión, jubilados frente a ‘property managers’ con corbata y sonrisa corporativa.
“No luchamos durante 20 años para salvar el Cabanyal de la piqueta y ahora entregarlo a los apartamentos ilegales”, recuerda Adell, que suena más como un veterano de guerra que como un portavoz vecinal.
La gira del ministro: abrazos, promesas y mucha, mucha indignación
Bustinduy, al paseo y la denuncia
Pablo Bustinduy, que viene del ala de los ministerios más sociales y menos mediáticos, decidió poner cara a los datos y caminar por las calles del barrio como si fuera un vecino más. Lo hizo de la mano de Papi Robles, que aprovechó para acusar a Catalá de reunirse más con inversores que con vecinos. Y no se quedó ahí.
“La alcaldesa lleva dos años bloqueando el tope del alquiler y ahora permite que se abran apartamentos turísticos sin control”, denunció Robles, como quien tira la bomba y se queda mirando las consecuencias.
Bustinduy, por su parte, sacó su artillería legalista: exigir a la Generalitat y al Ayuntamiento que apliquen la ley, así, en negrita. ¿Es mucho pedir que una administración haga su trabajo? Bueno, en Valencia, parece que sí.
Barcelona lo hace, ¿por qué Valencia no?
¿Eliminar los pisos turísticos? ¿Una quimera?
La referencia a Barcelona es inevitable. Allí, el Ayuntamiento ya se plantea prohibir totalmente los pisos turísticos. Aquí, en cambio, parece que estamos más interesados en crear normativas que suenan bien pero no se aplican. Según Bustinduy, “hay que intervenir el mercado de la vivienda”, lo cual suena muy radical hasta que te das cuenta de que lo dice un ministro, no un grafitero antisistema.
El problema, claro, es que en este mercado reina la ley del más fuerte. Y el más fuerte no es el vecino que paga 700 euros por 40 m², sino el fondo buitre que compra el edificio entero y lo convierte en un hotel encubierto.
Compromís se lava las manos… pero no del todo
¿Y el pasado qué? ¿Nadie autorizó nada antes?
Cuando se pregunta a Robles si no fue un poco responsabilidad de su propio partido el permitir la entrada de estos pisos (sobre todo en plantas bajas, como quien regala el salón para montar un bar), la respuesta es la de siempre: “Nosotros pedimos una moratoria en 2019”.
Curiosamente, esa moratoria nunca llegó a concretarse del todo. Y mientras tanto, nuevos conceptos como co-living, flexi-living y hasta pitinguis (sí, has leído bien) invaden el barrio con la sutileza de una apisonadora con diseño nórdico.
¿Y ahora qué? ¿Esperamos a que los turistas pidan empadronarse?
El Síndic de Greuges como último recurso
Cansados de esperar soluciones, los vecinos ya se plantean acudir al Síndic de Greuges. Una figura simbólica que en teoría sirve para proteger los derechos ciudadanos, pero que, con suerte, quizá consiga más que las instituciones directamente competentes.
Porque aquí lo que está en juego no es solo el precio del alquiler. Es el derecho a vivir donde naciste, a no tener que competir con una aplicación móvil por tu propia casa, a no sentir que tu calle se ha convertido en la escenografía de una sitcom de turistas despistados.
Epílogo sin final feliz (por ahora)
En el Cabanyal no hay playa, pero sí una ola: la ola del desarraigo. Una que no lleva bañador ni sombrilla, pero que arrasa con la identidad de un barrio con historia, cultura y vecinos que no quieren convertirse en figurantes de un decorado.
Bustinduy promete, Robles señala, Catalá esquiva. Y mientras tanto, los vecinos del Cabanyal siguen escribiendo denuncias, acumulando frustraciones y soñando con algo tan básico como poder vivir en su propia casa.
¿Es el turismo un motor económico o una apisonadora social? Y, más importante aún, ¿cuánto más podrá resistir el Cabanyal antes de ser solo una postal bonita para Instagram?